El maestro y Margarita. Mijaíl Bulgákov

25 de octubre de 2013 § 12 comentarios

Una cita: ¡Nunca pida nada a nadie! Nunca y, sobre todo, nada a los que son más fuertes que usted.

¿Qué clase de libro es El Maestro y Margarita, además de ser un libro alocado y fiero? Es muchas cosas al mismo tiempo. Es un libro para reírse mucho y para llorar mucho. Es una historia de amor, de ese amor verdadero que no existe, la historia de un libro que termina de escribirse, la historia de la fe de una mujer en el talento del hombre al que quiere y que perdió la fe en sí mismo. También es la historia de la amistad entre un procurador romano y un paria galileo (el diálogo entre Pilatos y Ga-Nozri es un prodigio humano: el prisionero se pasa las máximas conversacionales de H.P.Grice y al mundo por el arco del triunfo; quizá sea la representación literaria de Jesús mía preferida). También hay un gato negro que habla, Strauss dirigiendo una orquesta de condenados al infierno, diablos pilluelos, ravioles robados, Satanás poniendo patas arriba un Moscú lleno de esos personajes tan estrafalarios con los que puebla Bulgákov todos sus libros menos Morfina, del estilo del Razumijín de Dostoievski o del Chíchikov de Gogol: gente que sólo puede ser rusa. El Maestro y Margarita es un divertimento satírico, pero también es un libro lleno de rabia, no hay que olvidarse y leerlo a cachitos con los puños apretados.
Como dice Joshua en el libro, es fácil y agradable decir la verdad, así que confesaré que la primera vez que leí El Maestro y Margarita fue en francés, robado de la biblioteca de la residencia universitaria donde vivía en Estrasburgo. El hurto prescribió, el libro lo tengo todavía en alguna parte aunque en mi cabeza confundo la portada con la de Le Docteur Faustus porque también lleva un demonio. No lo roben, cómprenselo, dedíquenle unos días. El imaginario de El maestro y Margarita es ancho y poblará sus vidas si son ustedes inquietos y capaces de aprender y aceptar que nunca hay que salir de casa sin espada.

Por fuera del libro:
En este libro aprendí que la mejor cura contra la resaca es pan blanco cortado en trozos, caviar negro, setas blancas en vinagre, una cacerola llena de salchichas en salsa de tomate  y vodka helado, y que el amor surge como un asesino en la noche. He probado ambas cosas y puedo testificar que es así.
Bulgákov sufrió la persecución de la crítica y la censura, vivió pobre y miserablemente. Como si su vida fuera una de sus novelas, Stalin lo llamaba por teléfono para atormentarlo y Bulgákov le escribía cartas suplicantes. Dicen que él es el Maestro, y su mujer, Yelena Sergéyevna, Margarita. Éste es un libro inacabado, la obra de su vida, hasta el momento de su muerte siguió corrigiéndolo. Me gusta pensar que Los manuscritos no arden fueron sus últimas palabras. Algún día averiguaré cómo son las «velas de boda» y otras realidades rusas incomprensibles.

El maestro y Margarita en ruso

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El maestro y Margarita hecho película

Las vírgenes suicidas. Jeffrey Eugenides

23 de octubre de 2013 § 1 comentario

Citas: Girls forbidden to dance would only attract husbands with bad complexions and sunken chests.
We knew, finally, that the girls were really women in disguise, that they understood love and even death, and that our job was merely to create the noise that seemed to fascinate them.

Las vírgenes suicidas es un libro sobre el deseo que no quiere satisfacerse. Digo. Y aunque Eugenides se empeñe en dar teorías y en escribir esos dos párrafos finales que afean todo el resto de su sintaxis gloriosa (porque Eugenides engaña, parece pop pero es un pequeño rompecacharros sagrados disfrazado), creo que miente y sabe perfectamente todo eso que no dice. Piensen en vírgenes, de ésas de escayola o de papel. Lejanas. Nimbadas. Protegidas de las manos del fervoroso creyente por pedestales o rejas con pinchos. Así las Lisbon. Ni siquiera hubiese hecho falta que las encerrara su madre en casa para levantar muros: el muro que las aleja de la realidad es el deseo de los otros que las miran de lejos, las espían y las atesoran, las conocen y las saben, las coleccionan como muñecas de porcelana pero nunca jamás piensan en acercarse y tocarlas. Las Lisbon se matan de deseos insatisfechos que no pueden ejercer a cuenta de una madre autoritaria y religiosa (nada más carcelario que una vida mutilada por la represión moral) y de los deseos de los otros, que las asfixia en su altar.
Las vírgenes suicidas también es un libro de amor colectivo, de ese amor ensoñador y asfixiante y sin resolución que sólo se siente en la adolescencia. O el canto del cisne de unos señores gordos y calvos que recuerdan la erección de sus mitos sobre las muchachas y su arrepentimiento, lejano y débil, por no haberse acercado lo suficiente. Aunque para eso están las muchachas erigibles en mitos, para no acercarse a ellas, para a veces pasar a cámara lenta en el recuerdo los momentos en los que nos pasaron al lado o nos miraron o dijeron nuestro nombre. Las muchachas mitificadas siempre desaparecen de nuestra vida porque es imposible que las incluyamos en ella para que así sigan siendo míticas y extraordinarias; así es en Las vírgenes suicidas, se desincluyen y desaparecen tanto las muchachas que terminan suicidándose. El único momento en el que se vuelven humanas y bajan al baile, dice Eugenides que we squeezed the pulp of their bodies and inhaled the perfume of their exertion (exprimimos la pulpa de sus cuerpos e inhalamos el perfume de su esfuerzo, les traduzco yo y de paso les digo que Eugenides traducido al español por Roser Verdaguer es un dolor y otro dolor) y es por esa misma carnalidad que luego se quedan transidas y mustias y castigadas. ¿Por qué nadie las saca del encierro? Porque nadie quiere volver a pasar por una noche así, cerca de sus diosas, cerca de sus sueños, enfrentados con su deseo; ese deseo que sería tan fácil satisfacer con una llamada telefónica o un timbrazo o una piedrita tirada a la ventana. Eugenides dice algo así como: nos llevaron hasta allí para hacernos saber que nunca las habíamos conocido. Y yo añado: para hacernos saber que sólo las habíamos deseado para no tenerlas.
El narrador coral es una de las muchas cosas maravillosas de este libro (mi señor favorito de todos es Joe Hill Conley y no ese Ganimedes moderno, Trip Fontaine); coral porque es efectivamente un coro griego que glosa y luego narra el asesinato ritual; un coro vecinal, con sus casas de familia y sus olores identificados (cada uno conoce las alegrías y miserias y el cajón de las galletas de sus vecinos), sus abuelos emigrantes y sus padres retornados de la guerra, lo que yo llamo retrato de domesticidades pintorescas que es otra de las muchas cosas maravillosas de este libro, aunque mi favorita, ya lo he dicho, sea la sintaxis masticable de Eugenides fabricadora de imágenes repentinas y, perdón por el adjetivo, cegadoras.

Por fuera del libro:
Eugenides es uno de esos escritores que publica un libro por década. Eugenides es uno de esos escritores norteamericanos sin los que sería inconcebible la novela americana. Eugenides es calvo, hijo o nieto de emigrantes. Vivió en Berlín, habla siempre de Detroit, tiene aspecto de señor pulcro y ordenado pero su prosa es toda hermosísimas flores de artificio. Lean Middlesex y The marriage plot antes de que yo se los destroce aquí.

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Paradiso. José Lezama Lima

22 de octubre de 2013 § 11 comentarios

Citas: Eso me asusta como si le pusieran una inyección antirrábica al canario o como si llevasen los caracoles al establo para que adquiriesen una coloración charteuse.

La grandeza del hombre consiste en que puede asimilar lo que le es desconocido.

Tal vez el paladar moderno no esté entrenado para Paradiso; me pregunto: los que se han acostumbrado a alimentarse de precongelados y comida preparada por máquinas ajenas sin manos, ¿qué entenderán de sonsacarle la vida a una palo de canela? Leer Paradiso es como ir de submarinismo lingüístico, como hacer inmersión en un idioma extranjero y extraño, un ahogo de corrientes por arriba por abajo y por los lados, pero qué gusto a ratos dejarse asfixiar por las frases y las maneras de Lezama Lima. Ahora, os advierto de que es agotador y desgastante, como atiborrarse de tocinos de cielo con chantilly y faisanes rellenos de faisanes, o como precisamente ahogarse.
Yo, que me abrazo como un pulpo a la falta de rigor y a los goces abigarrados, fui bastante feliz leyendo Paradiso la semana pasada a la orilla del océano y en las salas de espera de los médicos, aunque a veces resoplé y me salté las paginitas en las que hablan del Quijote y de Gide. Se tarda, eh. Hay que aceptar el reto o más bien el rito. Paradiso se lee de a cachos y frase a frase y de vez en cuando hay que alejarse un rato del libro a tomar aire, y ahí te sientes como si te acabaras de bajar de un barco, tambaleante y nostálgico de la atmósfera artificial y del mundo privado y momentáneo marino que es el ámbito de esa casa de los Cemí Olaya (y cuando digo casa quiero decir universo) pero también bastante aliviado; porque Paradiso es un himno hipnótico y es necesario de cuando en vez sacudirse de su encantamiento ponzoñoso. Para mí lo mejor son las partes en las que se habla de cocina, como la cena que prepara la abuela Augusta en el capítulo séptimo en honor a Leticia y Santurce (sopa de plátano y tapioca, soufflé de mariscos, ensalada de remolacha y espárragos, un pavo relleno de almendras y ciruelas, crema helada de piña y coco) o las famosas natillas del primer capítulo y ese fabuloso cocinero peleador, Juan Izquierdo; la figura del coronel energético, figura titánica y criollísima que buscaba el peligro en lo más difícil, ausencia tan latidora y creciente en todo el libro y a quien me hubiese gustado haber conocido; la aparición de Oppiano Licario en su lecho de muerte; las descripciones reptantes de los ataques de asma de José Cemí; la muerte del violinista Andresito; los cuartetos que ponen en la radio después de los opíparos almuerzos criollos; le digo al amanecer que venga pasito a paso, con su vestido de raso acabado de coser; los nombres. Y para siempre incorporo al léxico de mi casa estas cuatro expresiones: ¿te das por zamalatruqui?, silencio de comodoro obeso, estar más contento que cabra en brisa y nunca vendí aguacates. Cosas repugnantes: el fibroma de 17 libras pegado al corazón de Rialta Olaya, la insoportable carta al estilo aliteración Raymond Roussel del tío Alberto, los tejemanejes de Foción para no acostarse con su mujer (la convence de que se embarazará a través de la corriente del agua de la bañera compartida) y acostarse con muchachuelos, la historia tremebunda de Godofredo el Diablo. Y en la zona de nadie dejamos los poemas dedicados a José Cemí que escriben Fronesis y Licario.
Advertencias: el capítulo IX es infumable y el perro que acompañaba a Robespierre en Arras se llamaba Brown.

Por fuera del libro:
Lezama Lima sale en mi cabeza con puro, terno y con un sombrero flexible. Quién no ha llegado a él después de leer el Para llegar a Lezama Lima de Cortázar (pobre santo, para lo que nos ha quedado). Si sois de ésos a los que les gusta el fango académico, las facultades de letras de ambos lados del océano se abren las carnes por las tesis y tesinas sobre Lezama Lima. Si sois de ésos a los que les gusta el fango académico, por favor no volváis por aquí. Para los demás, os dejo ese soneto suyo tan hermoso y tan citado que empieza ah, que tú escapes en el instante en que ya habías alcanzado tu definición mejor (que es algo que le he dicho yo a un señor no hace mucho) y este libro catedral, tributo y diversión construido con respeto y amor verdadero de Iván González Cruz.

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Bajo el volcán. Malcom Lowry

21 de octubre de 2013 § 2 comentarios

Una cita:  What beauty can compare to that of a cantina in the early morning?  Your volcanoes outside?  Your stars – Ras Algeti? Antares raging south south-east? Forgive me, no.

And he’d grown into a man who could shave and put on his socks by himself.
Como el amor y la sabiduría, el ave no tenía sede fija
. 

Dicen que Bajo el volcán es el relato de un descenso a los infiernos; en todo caso sería el relato de un ascenso a los infiernos: quien haya hecho ese paseo sabe que no hay un tobogán divertido hacia lo bajo sino que para llegar al abismo hay que embarrarse en una escalada agotadora y cochina. La aflicción sin origen de Geoffrey Firmin, su frenesí insensato, aunque contenido, no del todo desbocado, casi admirable, su sufrimiento sin base firme, su búsqueda de la oscuridad, su negativa a salir del fango son, y él lo sabe, su manera de agarrarse de manos, pies y boca de la pared vertical por la que sube despacito hacia el infierno. Facilis est descensus Averno, dice Laruelle, que piensa como el populacho que para llegar sólo hay que dejarse caer. Me encanta el infierno. Se me hace tarde para regresar a él. De hecho, voy corriendo, ya casi estoy de vuelta en él, dice Firmin en el capítulo XII, cuando todo está consumado, como conocedor de las sutiles dificultades de llegar a la podredumbre espiritual perfecta. Podría seguir con las metáforas baratuchas pero no lo haré porque para mí Bajo el volcán no es ni un viaje a ninguna parte ni una crónica de alcoholes ni un libro político, sino una historia de desamor que termina como todas las historias de desamor, tirada en un barranco como un perro muerto.
Lo que sí es Bajo el volcán es una sinfonía, o más bien una sonata, con sus doce movimientos bien separaditos y diferentes, cada uno con su espíritu y su letra, sus leitmotiv, sus temas que van y vienen y aparecen de repente enganchados en el transcurso musical con imperdibles (el cartel de la película de Peter Lorre, la vieja que juega al domino, la Virgen de los Desamparados, el caballo con el número 7 grabado en el lomo, el quetzal, los anuncios del doctor Vigil, los versos No se puede vivir sin amar, Might a soul bathe there and be clean or slake its drought?, etc.) Su musiquita va pasando por delante de los oídos del capítulo 1 al 12, aunque el primero es el flashback peliculero que os aconsejo que leáis después de los demás la segunda vez que leáis el libro (sí, la segunda). Y no es que sobre, es que es mejor leerlo después, cuando se sabe todo (los flashbacks deberían estar prohibidos por ley, en la literatura y en el cine, menos en Cumbres borrascosas).
Bajo el volcán se publicó el año que nació mi padre y transcurre el día en que mi abuelo luchaba y perdía en la Batalla del Ebro. Doce capítulos cuyo centro es el 6 (y qué capítulo es el 6, debería obligar a todo cachorro aristocrático veinteañero con ínfulas y guitarra a leerlo), y esos son todos los números a los que haré referencia. Quien quiera conocer las interpretaciones secretas y alquimistas y las simbologías de Lowry que se lea El volcán, el mezcal, los comisarios.
Con qué impiedad se descarna Lowry, con que falta de afecto se desnuda y se mirotea en el espejo para suerte nuestra. Qué lucidez inútil para hablar de su propia destrucción y de su terrible soledad. Como Hugh Firmin, el rescatador de gaviotas, cazador de estrellas comestibles, ese Firmin joven, ese Lowry joven, ese domador de toros y guerras perdidas, o como Hugh Firmin, los dos son Lowry. Qué momentos esos en los que Hugh afeita a Geoffrey y le pone los calcetines o le compra una botellita de habanero para llevársela a los toros.
Si en Las tiendas de color canela me gusta buscar familias cromáticas, en Bajo el volcán me gusta hacer listas de animales (pollo amarrado, perro que los sigue, dos cervatillos sacrificados, dos gatos muertos llamados Edipo y Pathos, un quetzal de cola color cobre, zopilotes, guajolote, cabra, perro llamado Harpo, caballos, perro de lanas blancas, perros callejeros que siguen al cónsul horribles criaturas su misma sombra, armadillo de la niña, gato, alacrán, gallinas, gallos y guajolotes, terrier escocés, más zopilotes, foca, garza, martín pescador, golondrinas, gaviotas, estrellas marinas, cangrejillos, toro domado por Hugh, un gallo de pelea, remolinos de aves verdes y anaranjadas, dos cerditos, aguilucho enjaulado que libera Yvonne, oso hormiguero, dos cacatúas), lista de los alcoholes que se toma Firmin en esas 24 horas, o mi lista favorita: las referencias a los barcos (vapor volandero vagabundo, nave fustigada por la cola del Cabo de Hornos y condenada a no llegar nunca a su Valparaíso). Lowry ama tanto hacer símiles y metáforas con barcos y odas a lo marino como Céline, y pese a la diferencia de estilo en la búsqueda de ahogo (Céline se ancla al salvavidas del asco y Lowry se amarra la pierna a la cadena del ancla antes de que la arrojen al mar para fondear), el respiro del mar, el barco como oasis, el traslado y el océano como posibilidad de cambio o como canción de cuna, ahí anda, en los dos.

Por fuera del libro:
Bajo el volcán no es un paseíto dominical. Malcom Lowry tardó diez años en escribirlo y Raúl Ortiz y Ortiz dos años y medio en traducirlo. Les quedó (a los dos, porque la versión española de Ortiz es una novela que vale lo que vale la original), nada más y nada menos que uno de los libros más arrebatados, musicales y terribles de no sé, si queréis digo el siglo XX. Hay que acudir a él con reverencia y dispuesto al sufrimiento pero con gozo, como a un concierto de Shostakóvich o de Prokofiev cuando todavía Prokofiev no era pop. A Jorge Semprún le gustaba mucho este libro, y esperaba de Lowry que su vida y su obra nos ayuden a destruir la funesta concepción de la literatura como vocación de servicio: que nos ayuden a comprender que un escritor no debe tomarse en serio, que lo único que hay que tomarse en serio es la literatura misma. Y que lo diga él vale más que lo diga yo.
Si vais a Cuernavaca, almorzad en Los Colorines y saludad a la estatua de Humboldt de mi parte.

 

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Higiene del asesino. Amélie Nothomb

20 de octubre de 2013 § 5 comentarios

 

Citas: Si un écrivain ne jouit pas, alors il doit s’arrêter à l’instant. Écrire sans jouir, c’est immoral.

Vous avez une qualité rarissime. Vous au moins, vous savez lire.

Les écrivains sont obscènes; s’ils ne l’étainent pas, ils seraient comptables, conducteurs de train, teléphonistes, ils seraient respectables. Si j’avais étais beau, je ne serais jamais devenu écrivain. J’aurais été aventurier, marchand d’esclaves, barman, coreur de dots.

La solitude est un bienfait qui m’éloigne de votre fange.

Un anciano escritor con Nobel, admirador de Céline, tan gordo gordísimo que tiene que ir en silla de ruedas, tan misántropo que vive solo y a oscuras y su secretario que vive en la planta de arriba lo llama por teléfono para ahorrarse tener que verlo, anuncia que se va a morir de un cáncer de cartílagos rarísimo en dos meses. Concede cinco entrevistas: cuatro de ellas más que entrevistas son palizas a los entrevistadores (claro que no es difícil vencer a esos mequetrefes, si Amélie Nothomb quería demostrar que Tach era inteligente y malvado tendría que haberle puesto contrincantes a su altura: los periodistas no suelen haber leído a Cicerón); a la quinta aparece una especie de Nikita dialéctica que le da al señor Nobel lo que hace rato se estaba buscando: un rapapolvo. Prétextat Tach es un trasunto de la Nothomb, y la periodista, Nina, también. Higiene del asesino es como uno de esos deliciosos diálogos interiores en los que te pones trampas a ti misma para ganarte, el juego predilecto de las niñas raras.
Aquí no hacemos crítica literaria (que por otra parte es una cosa que nos parece incomprensible y nos repugna), aquí decimos si nos han gustado o no los libros que leemos y en qué nos han hecho zozobrar, qué nueva piedrita nos han hecho colocar en el estante de los recuerdos. Los libros te atraviesan a la rastra por caminos inesperados ya sea empedrados de gloria o de fango, si los has leído bien. Y de esta Higiene del asesino que no nos ha gustado ni un pelo nos quedamos tres cosas: esa concepción que tiene el insoportable Prétextat Tach sobre los lectores-hombres rana que atraviesan los libros sin mojarse; que los escritores deben ser obscenos, solitarios y abyectos; que hay que leer sin guía, sin vacuna, sin adverbio. También nos ha gustado el barcito donde se reúnen los periodistas a reírse unos de otros.
¿Por qué no nos ha gustado Higiene del asesino? Porque podría ser mejor; porque está cargado de promesas incumplidas; porque nos engaña al principio haciéndonos creer que la Nothomb tiene algo grande para darnos y luego nos deja no sólo sedientos sino con la boca llena de vinagre; por la boutade final; porque esos adolescentes incestuosos y lánguidos que habitan un castillo y que terminan mal nos recuerdan a la parte idéntica y exacta que no nos gusta y nos parece innecesaria de Las Benévolas de Littell. Los mecanismos escritores puede que sean así: cuando da miedo no llegar se tuerce el camino hacia una sofisticación equivocada.
No digo nada de la traducción española porque no la he leído. Disculpadme por ser incapaz de leerme este libro dos veces.

Por fuera del libro:
¿Sospechamos de Amélie Nothomb porque es famosa? ¿Porque sus fanáticos son verdaderos fanáticos? ¿Porque cada año al final del verano cuando las uvas están en sazón publica una novelita en Albin Michel? ¿Porque nos saca de dentro el plural mayestático? En realidad envidiamos a Amélie Nothomb porque es hija de diplomático aristócrata y viajó y viajó sin tener que hacerse sus propias maletas y porque se dedica a reescribir sus ocurrencias de niña rara, quién no quiere esa vida. Su hermana Juliette y ella decidieron dejar de alimentarse en la adolescencia, para no crecer, para ser siempre niñas, igual que Prétextat Tach y Léopoldine. Me imagino que la dieta locura detallada en el libro es la verdadera que siguieron estas dos chicuelas solitarias. Miedo, estupor y temblor, me da.

 

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Los hermanos Tanner. Robert Walser

6 de octubre de 2013 § 1 comentario

Citas: Un artista desdichado es como un rey desdichado.

Nosotros sí que vemos cosas bellas; no os afanéis, ojos de los demás humanos, nunca veréis lo que nosotros vemos.

Pronto tu cabeza me parecerá la mía, a tal punto que ya estás dentro de ella; tal vez de aquí a un tiempo, si la cosa sigue así, acabaré cogiendo cosas con tus manos, corriendo con tus piernas y comiendo con tu boca. 

Hay novelas caviar, como Los hermanos Tanner. Al menos yo he sido muy feliz tragándome a cucharadas o bolita por bolita su extraña deliciosidad. Eso sí, están todos como las cabras de Heidi, será por ser suizos y andar por los montes. Si no os gustan las personas que pasan su vida en éxtasis por cómo cae la miel en la tostada o el sol en el horizonte, si os sacan de quicio los inadaptados exaltados capaces de caminar toda una noche por el placer de caminar, si no comprendéis a los que deciden apearse de la vida y soñar por los rincones, ni os molestéis en leerlo; aunque Walser escriba muy bien os vais a enfadar porque a Simon, que tiene la moral social de una chirla, le salgan siempre al paso los deus ex machina que quedan seducidos sin remedio y sucumben porque de él emana un deseo de preguntar y sorprenderse, un deseo intenso de saber algo sobre usted. Ha de haber en usted algo profundo que nadie parece advertir porque usted mismo no hace el menor esfuerzo por ponerlo en evidencia y darle brillo. Tal vez también los que se toman todo muy en serio se enfaden porque Walser escribe y vive sin esfuerzo y como le da la gana sobre lo que le da la gana. Pues que sepáis que Walser piensa que la seriedad excesiva y sagrada con que se aborda una cosa puede y debe dañar forzosamente a la cosa misma.
No os engañéis, Simon y su autor parecen mansitos e inofensivos pero son demoledores: destroza más el que se queda al costado oliendo manzanas, nueces y caminando por la nieve que el que enarbola la bandera de protesta. El desasosiego extremo no tiene otra salida que el abandono del trencito de la normalidad. No haces sino deslizarte por los rincones y hendiduras de la vida, le dice a Simon Karl, el hermano serio y aún así un poco pallá. Simon Tanner,  que tiene menos gorriones que un pajar ardiendo como decía mi abuelo, renuncia a toda posibilidad y a todas sus cualidades, prefiere quedarse extasiado ante un misal agarrado por la mano voluptuosa de su patrona o por esas ensoñaciones que le nacen de observar, andar siempre fuera, en el frío, con los cuellos del abrigo levantados, esperando ante la puerta de un jardín con el corazón palpitante, acudir cuando necesita dinero a ese hallazgo literario que es la copistería para desocupados, donde los desharrapados sociales hacen de amanuenses copistas cuando todavía se escribía todo a mano.
Tal vez lo que conmueve de Robert Walser y de sus personajes sea su manera de quedarse en la superficie a sabiendas, su necesidad de estar cerca del suelo y sentirse oriental (en Suiza a los que eligen vagar al azar y no ser respetables ciudadanos los considerarán poco menos que salvajes o al menos holgazanes). Yo me hago la resabiada, pero encajaría perfectamente en una novela de Walser. Las mujeres de la novela (extraña mezcla de necesidad de ternura y ganas de sentirse constantemente amenazadas por algún peligro grave) no le andan a la zaga a Simon: lloran de sentimiento y se exaltan de felicidad en la longitud de una sola frase, pasean con vestidos rojos y galgos atados de traíllas de cuero, quieren salir corriendo dramáticas a Italia y luego deciden que no, que mejor se quedan siendo maestras en el campo y se ríen, se casan con científicos suizos calvos y luego se dejan seducir por armenios morenos y abandonadores.
Alfaguara editó Los hermanos Tanner en español en el 85 en esa colección morada y gris en la que también andaba Cerca del corazón salvaje. Antes podías comprarlos de segunda mano por nada; ahora como a la Lispector y a Walser los publicó Siruela, es imposible encontrar esos libruchos baratos ni aún con el canto sujeto con cinta adhesiva. Id y sacadlo de la biblioteca del pueblo, que gracias a la tilinguería digital anda desierta.

Por fuera del libro:
Robert Walser decidió morirse igual que el poeta Sebastian se muere en Los hermanos Tanner, paseando por la nieve. Creo que nadie puede tomarse su propia muerte y su propia obra tan a broma. Una cena de Navidad con los hermanos Walser cuando estaban todos sin suicidar te la regalo.
Ya hemos hablado de Jakob von Gunten.

Los hermanos Tanner en alemán

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Cumbres borrascosas. Emily Brontë

5 de octubre de 2013 § 5 comentarios

Una cita: If all else remained, and he were annihilated, the Universe would turn to a mighty stranger. I should not seem part of it.

Heathcliff es oscuro y extranjero, así que reconcentradamente convoca lo desconocido, lo que llega de fuera, lo que da miedo por distinto, el desorden. Earnshaw padre lo trae bajo el gabán como un regalo precioso de Liverpool, ciudad portuaria, lejana y de frontera, a Cumbres borrascosas, ese lugar azotado por el viento y la desconfianza. Por eso lo maltratan y lo patean y así por rencor de manso cordero (porque Heathcliff es un niño bueno) se vuelve malvadísimo y vengativo; a mí siempre me pareció una personificación del instinto, de las ganas de ser lo que se es, de la animalidad que cuesta aceptarse de uno mismo, como el diablo del tarot. Me gusta tanto esa parte de la novela en la que Heathcliff acaba de llegar a la familia y todos lo miran con asco menos Catalina, la niña de los ojos de su padre, la que molesta porque canta y baila y es bonita y de pie ligero y sabe montar todos los caballos de la cuadra, quien atesora al gitanillo, se escapa y se ensucia con él en los páramos y todas esas cosas que se hacen a campo traviesa. Eso, sí, es lo que más me gusta de Cumbres borrascosas: los niños maltratados que se construyen universos de yerbas y bichitos. Eso y la imagen del violín encargado por el primogénito que llega roto a la respetable casa familiar porque el padre prefirió guardarse de recuerdo de la ciudad al diablillo con churretes alias su gozo. Ellen Dean, ese monstruo de soberbia pasmosa que se pasea palmatoria en mano por todo el libro sembrando paciente cizaña y organizando las desgracias y haciendo su sacrosanta voluntad, (¿no os da miedo que le diga a su patrón recién estrenado, ese desvalido de Lockwood, que se cena a la hora a la que ella considera que se debe y no a la que él desea? Pues a mí sí. Una señora Fairfax haría falta en esa casa para sembrar amor) acuesta a Heathcliff recién llegado en el hueco de la escalera como si fuera Harry Potter y se pasa la vida dándole pellizcos y metiéndole ideas malignas en la cabeza.
Chesterton dijo que era tan inhumana Cumbres borrascosas que bien lo podría haber escrito un águila. Ojalá hubiera sido un águila, porque la maldad verdadera existe y anda más que volando por el cielo entre los fogones y se crece en los suelos encerados. No es muy buena idea leer Cumbres borrascosas en verano. Es un libro para el invierno, bajo el calor su depravación se hace insoportable, no tienes manta bajo la que guarecerte del horror. Y esta vez no miento si digo que no, que no es una novela de amor, pese al Yo soy Heathcliff o ese Me amabas, ¿qué derecho tenías entonces de abandonarme? El único que ama en todo caso es Heathcliff, porque para él amar es mejorarse las maneras y progresar, subir de categoría, encontrar un lugar en el mundo, comulgarse el alma con su parte luminosa Catalina. Porque si lo de Heathcliff y Catherine es amor verdadero me pego un tiro en la rodilla buena; si lo de Heathcliff y Catherine no es una metáfora me ahogo en el Paraná la próxima vez que lo visite. Catherine se queda sin vida porque reniega de Heathcliff, que es como decir su ser salvaje y libre, se va pudriendo al autoinmolarse al orden y a lo que debe seguir siendo como debe ser porque es así como debe ser.
Cumbres borrascosas es violencia pura, un tratado sobre la maldad, sobre el exilio, sobre la renuncia, un libro lleno de personajes (arquetipos asalvajados y pisoteados ánimas y ánimus y cuatro cámaras tiene la psique del señor Earnshaw) arrastrados a la amargura y a la autodestrucción por los tejemanejes de un Iago doméstico con cofia y acento de Yorkshire. (Elena Dean, esa arpía, representa para mí las mutilaciones a las que hay que someterse para alcanzar la respetabilidad social.) Emily Brontë es una maestra, eso sí, para conseguir desasosegarnos el espíritu y dejarnos pegoteados al libro para siempre. Los que nos quedamos encandilados con este horror maravilloso de la literatura tenemos una versión de bolsillo manoseada que llevamos de vez en cuando de paseo, me consta. La mía la pinté con témpera azul por fuera de lo feísima que era la portada.

Por fuera del libro:
Las Brontë, ésas de los pulmones consumidos, para mí que veían a los señores en pintura o a través de los visillos de la ventana del saloncito de su casa, montados en sus cabalgaduras, derechitos y pintureros bajo sus sombreros mientras se empachaban de poemas de Lord Byron. Si no no se explica esa concepción mefistofélica que tienen de lo masculino, el señor de la literatura las bendiga y las confunda, porque así nos quedamos las niñas lectoras años esperando el arrebato masculino que raramente llega. Cuando Emily Brontë murió encontraron todas las primeras críticas de Cumbres borrascosas guardaditas, merece la pena leerlas.

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El viento en los sauces. Kenneth Grahame

4 de octubre de 2013 § 3 comentarios

Citas: Nothing seems really to matter, that’s the charm of it.

Y tú también vendrás, hermana, porque los días pasan y ya no vuelven, y el Sur aún te espera. ¡Acepta la Aventura, escucha la llamada, ahora, antes de que pase el momento irrevocable! ¡Sólo es cuestión de cerrar la puerta detrás de ti, dar un alegre paso adelante, y dejar atrás la vieja vida para comenzar una nueva! Luego, algún día, dentro de mucho tiempo, regresa a casa si quieres, cuando hayas bebido la copa y el juego haya acabado, y siéntate al borde de tu río tranquilo, en compañía de todos tus hermosos recuerdos.

Las tostadas con mantequilla, las cocinas cálidas, los desayunos, el fuego acogedor de la chimenea, las zapatillas, las sábanas con olor a lavanda recién tendidas, las mermeladas y confituras, la tranquilidad y las despensas repletas son cosas muy importantes en El viento en los sauces, un canto contra las aventuras que no sean ir de picnic a la campiña, pasear por el río en una barquichuela pintada de azul o perderse en el bosque de al lado de casa. En El viento en los sauces el hogar, el mundo pequeño rodeado de cuatro paredes de la Rata de Agua, del señor Topo y el señor Tejón se protege de la obsesionante voz del mar ancho y desconocido de la Rata de Mar y del Sur de las Golondrinas. Todo lo que vuela y se mueve demasiado rápido es un peligro y una amenaza; todo lo que atenta contra la etiqueta de la sencilla vida campestre se considera dificultoso y salvaje. No en vano, para enseñarnos bien la lección de lo que no debe emprenderse, el personaje odioso e inconsciente del libro, el señor Sapo, es un adicto a los vehículos (primero a los barcos, luego a los carros y por último los a coches), que pierde el juicio cual drogadicto en pos de la satisfacción inmediata de su capricho del momento. Aunque estos animales tan tranquilos, amantes de la vida trazada y de lo agradable que les parece conocer cada uno la debilidad de su vecino, de vez en cuando se dejan trastornar un poco por la sed de aventuras, y ahí les nace el conflicto, en la dulce inquietud que se les despierta por dentro y que deben sacudirse los unos a los otros hasta convencerse de que no, no quieren vivir con un hatillo a la espalda y cambiando de ciudad y de puerto y de cama cada poco tiempo, sino seguir guardando manzanas coloradas y tarros de miel en la despensa, pasear al atardecer por los campos en siega y disfrutar encerrados frente al calor de la chimenea el invierno.
El viento en los sauces fue escrito hace 104 años para que los niños ingleses amasen su vida tranquila a orillas del Támesis y fueran educados y conocieran su lugar en el mundo como el felpudo de la puerta al que jamás se le ocurriría darte su opinión aunque se la preguntaras. Y sin embargo en él late un amor por lo indebido y lo insólito, por marcharse y dejar la comodidad de lo conocido por el miedo de lo inusitado, que lo convierten casi en un libro esquizofrénico.
El amor de la Rata de Agua por su río me recuerda mucho al Sudeste de Conti. El relato de los viajes de la Rata de Mar me recuerda a Maqroll el Gaviero. La casa del Tejón me recuerda a la casa de Bilbo Bolsón. El momento del semidiós con cuernos tocando la flauta en un claro del bosque, ese que regala el olvido para que la vida sea más llevadera y el placer posible, me recuerda al Sueño de una noche de verano. El viento en los sauces es uno de esos libros infantiles ingleses inglesísimos clásicos clasiquísimos que en realidad no son tan infantiles como parecen y que nos alivian un poco el corazón. Y algunas ediciones tienen ilustraciones magníficas. Si estáis tristes deberíais leerlo porque es una reconciliación. Con qué, no sé. No llega a ser una 2ª de Mahler pero habla de las resurrecciones primaverales con el suficiente ardor como para llegar a creer en algo. Si estáis hambrientos de otros horizontes poneros tapones en los oídos cuando habla la Rata de Mar: es capaz de convertir a cualquier labrador en Ismael el de Moby Dick.

Por fuera del libro:
A Kenneth Grahame se le murió la madre cuando tenía 4 años y su padre se dedicó a beber hasta morir, literalmente, en un asilo de Francia. Kenneth y sus hermanos se criaron con su abuela, en una casita a orillas del Támesis, caramba, qué coincidencia. Grahame se casó virgen a los 40 años. Su hijo Alastair nació ciego y no le hacían mucho caso, aunque se convencieron de que era un genio, así como para compensar el abandono y la ceguera. Grahame le escribía cartas contándole las historias del fatuo Sapo cuando Alastair se quejaba de que no iban a visitarlo en sus soledades inglesas y así nació El viento en los sauces. Mientras Alastair se tumbaba en mitad de las carreteras para intentar que lo atropellara un coche, su padre le escribía historietas sobre tejones y ratas. El libro no lo quería publicar nadie hasta que sí y Roosevelt padre el presidente dijo que era espléndido y que todos los niños estadounidenses debían leerlo y así se hizo famoso. Alastair terminó tirándose debajo de un tren.

El viento en los sauces en inglés

Una referencia bonita

Zama. Antonio Di Benedetto

2 de octubre de 2013 § 9 comentarios

 

Citas: Ahí estábamos, por irnos y no.

Me pregunté, no por qué vivía, sino por qué había vivido. Supuse que por la espera y quise saber si aún esperaba algo. Me pareció que sí.

Yo, en medio de toda la tierra de un Continente, que me resultaba invisible, aunque lo sentía en torno, como un paraíso desolado y excesivamente inmenso para mis piernas. Para nadie existía América, sino para mí; pero no existía sino en mis necesidades, en mis deseos y en mis temores.

Zama es otra novela sobre la espera. Digo otra porque de gente que espera y mientras espera no hace otra cosa que criar su propio cadáver está la literatura llena. Diego de Zama se hilvana a su sino absurdo tan inhábilmente como K., el de El castillo de Kafka. Ustedes me disculparán el atrevimiento, pero castillo en checo es Zamak, y yo no creo en las casualidades, menos cuando Zama anda tan enredado y sin poder acceder a los poderes que lo saquen de su estancamiento como el otro. Pero la de K. es otra historia y otro libro y otro personaje enamorado del muro contra el que se da chocazos en vez de darse media vuelta y dedicarse a otra cosa mariposa, y ahora somos Diego de Zama y estamos en el Paraguay, en el siglo XVIII, esperando barcos que no llegan, nombramientos que se retrasan, sueldos que no se pagan, mujeres hermosas que no se dejan amar o mejor dicho toquetear, esperando que nos nazcan unas ganas de vivir o de embarcarnos y cruzar el territorio que nos separa de alguna consecución.
Zama es la historia de un señor al que le gusta quedarse a la deriva, que espera que lo vengan a sacar de su ensimismamiento y su podredumbre (eso no pasa casi nunca a no ser que uno sea Telémaco) y adopta ese mimetismo que como él dice es la defensa de las bestias. Zama se volvería polvo o nube o cadáver de mono o tardecita en el patio hasta desaparecer mientras se revuelve en el horror del absurdo y de las ganas de no ocuparse de nada y echarse a morir y descansar para siempre en el acogedor y dilatado silencio. Pero todo se le queda siempre en lo imaginario o en lo irresoluto o en la ruina. Apuesta a las carreras de caballos y lo pierde todo; para recuperar algo de lo perdido vende su caballo y su caballo gana todas las carreras en las que él no apuesta porque no le tiene confianza, un poco así como el caballito de su alma y de su vida. Zama va de desaparición en desaparición, hasta que ya no le queda nada por desaparecer y entonces. Entonces leeros el libro. Hay una edición baratísima si vivís en Argentina, la de la biblioteca de clásicos elegidos por Piglia (la introducción de Saer os la podéis saltar) y sí vivís en España la de Alfaguara antigua aún rueda por las librerías de viejo. Si no, la tenéis publicada a precios sushi por Adriana Hidalgo y por El Aleph.
Lo que más me gusta del libro: el Paraguay de fondo y la forma de escribir de Di Benedetto que es seca y urgente y precisa y, cuando se deja, luz de vela bailarina tras la ventana.

Por fuera del libro:
Antonio Di Benedetto se encerró durante casi un mes (sus vacaciones del periódico) en una casa vacía para escribir Zama, que se publicó en el 56. Los militares lo encerrarían veinte años más tarde durante un año y medio, y entre tortura y tortura, le escribía a una amiga, en forma de sueños contados por carta, los cuentos de Absurdos. Con el adelanto que le dio su editor cuando salió de la cárcel dejó el periódico y se exilió un rato en España y otros ratos en otros lados. Si podéis, leeros Los suicidas, Caballo en el salitral y en general todos sus cuentos, porque Di Benedetto ocupa junto con Silvina Ocampo y Macedonio Fernández el podio de mis escritores argentinos fuera del tiesto predilectos.

Una referencia bonita

Trocitos de libro:

—Yo era un tenaz fumador. Una noche quedé dormido con un tabaco en la boca. Desperté con miedo de despertar. Parece que lo sabía: me había nacido un ala de murciélago. Con repugnancia, en la oscuridad busqué mi cuchillo mayor. Me la corté. Caída, a la luz del día, era una mujer morena y yo decía que la amaba. Me llevaron a prisión.

Europa, nieve, mujeres aseadas porque no transpiran con exceso y habitan casas pulidas donde ningún piso es de tierra. Cuerpos sin ropas en aposentos caldeados, con lumbre y alfombras. Rusia, las princesas… Y yo ahí, sin unos labios para mis labios, en un país que infinidad de francesas y de rusas, que infinidad de personas en el mundo jamás oyeron mentar; yo ahí, consumido por la necesidad de amar, sin que millones y millones de mujeres y de hombres como yo pudiesen imaginar que yo vivía, que había un tal Diego de Zama, o un hombre sin nombre con unas manos poderosas para capturar la cabeza de una muchacha y morderla hasta hacerle sangre.

Eichmann en Jerusalén. Hannah Arendt

30 de septiembre de 2013 § 2 comentarios

 Una cita: The trouble with Eichmann was precisely that so many were like him, and that the many were neither perverted nor sadistic, that they were, and still are, terribly and terrifyingly normal.

Serves my father right if my hands freeze, why doesn’t he buy me gloves!

     La verdad no es bonita, no es esa cosa brillante y desatascadora de cañerías en la que alguna vez hemos creído. La verdad es fea y tiene dientes y es enfadadora y el mal no siempre lo fabrican seres aberrantes, monstruos o bestias crecidas al margen de lo humano: el mal somos capaces de crearlo todos. Así que seguramente Hannah Arendt dijo un cierto cachito de la verdad sobre el mal en Eichmann en Jerusalén porque muchos se enfadaron al leerlo.
     Hannah Arendt cita a David Rousset para decir que el sistema que logra destruir a su víctima antes de que suba al patíbulo es el mejor para mantener a un pueblo en la esclavitud, en total sumisión. El triunfo del mal reside en que sus víctimas estén convencidas de que se merecen ese mal y de que nada puede hacerse para combatirlo. No sé nada de pensamiento político; sólo sé que la primera vez que leí este libro me aterrorizó darme cuenta de que el crimen salvaje que nace de la misma naturaleza humana, ése que en cierta manera se justifica por nuestra capacidad de apasionarnos hasta el odio o la rabia o el instinto, el que si bien aunque prohibimos y detestamos podemos comprender porque todos tapamos en lo hondo la inclinación de asesinar, está lejos de lo que pasó en Europa bajo el régimen de Hitler. El horror no viene sólo del crimen o de la falta de humanidad de los que lo cometen, sino de la frialdad, de la eficacia burocrática y del tremendo esfuerzo desplegado para alcanzar un objetivo que no fueron hermosas manufacturas, plusvalía u obras arquitectónicas, sino la completa aniquilación arbitraria de millones de personas.
La colaboración sumisa y sin cuestionamientos e incluso entusiasta a lo largo de toda la cadena destructiva, no sólo de Hitler, Himmler y sus oficiales y funcionarios sino también de los gobiernos colaboradores, de la población civil, de los Consejos judíos, se expone en Eichmann en Jerusalén no como acusación a personas concretas, sino como acusación universal. El señor que estampaba algún sello en algún papel de alguien que sería conducido a la muerte contribuyó con su gesto al asesinato. I said that there was no possibility of resistance, but there existed the possibility of doing nothing, le escribe Arendt a Scholem antes de que dejaran de hablarse.
Una cosa dicha por los jueces que Hannah Arendt recoge me recuerda a La escritura o la vida: que sólo los escritores y los grandes poetas pueden tratar convenientemente esos sufrimientos a escala gigantesca  en sus obras, el horror del mal radical kantiano, aunque la Arendt con su extraña elección lingüística del final del libro, banalidad del mal, trastocara todo un lado del sistema de pensamiento. Mi opinión es de hecho que el mal nunca puede ser «radical», sino únicamente extremo, y que no posee ni profundidad ni ninguna dimensión demoníaca. Puede cubrir y echar a perder el mundo entero precisamente porque se extiende como un hongo por su superficie. «Desafía al pensamiento», como dije, porque el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad, llegar a sus raíces, pero cuando se las ve con la cuestión del mal se frustra, porque no hay nada allí. Ésa sería su «banalidad»: sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical. Hannah Arendt no dijo que el mal fuera banal, sino que no hace falta ser especialmente malvado para cometerlo. Por suerte también muestra cómo es posible, sin ser especialmente bondadoso, no cometerlo: ojalá todos los gobiernos europeos se hubieran comportado como los daneses o los suecos de aquellos tiempos.
Los que no supieron leer se enfadaron con Hannah Arendt por su «falta de amor al pueblo judío», por banalizar ella misma algunos temas. Cuando habla del comportamiento de charanga y pandereta y por suerte anti deportación de los fascistas italianos (el secretario del jefe del movimiento italiano antisemita era judío), o cuando cuenta cómo el abogado defensor, el doctor Servatius, dijo de su cliente que tenía la personalidad de un vulgar cartero, o cuando asegura que Eichmann fue culpable porque no era capaz de pensar o hace burla de su disparatada manera de hablar con frases hechas equivocadas, tenemos que reírnos: la risa es lo único que nos salva del terror.
     Eichmann en Jerusalén es un libro obsceno lleno de desnudos, pero de esos desnudos que a ninguno nos gusta ver, porque son los del por dentro.

Por fuera del libro:
Uno de los amores más extraños del siglo XX fue el de Hanna Arendt con Martin Heidegger. Mientras ella, entonces marxista, después de salir de un campo de prisioneros en Francia se encargaba de mandar clandestinamente niños judíos a Palestina desde París cuando aún no existía Israel, Heidegger en Friburgo no se sabe si canturreaba o no cancioncitas hitlerianas. Sólo Celan lo sabe. Aprovechad el verano para leer el libro de Rüdiger Safranski sobre Heidegger.

Eichmann en Jerusalén en The New Yorker

El testimonio de Grynzpan